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El éxito de la personalidad aquetípica frustra la potencialidad del alma.

Encarnar un arquetipo no representa necesariamente una experiencia desagradable. Por el contrario, muchas veces puede dar una sensación de realización, de plenitud, de haberse encontrado -¡al fin!- a sí mismo. Y ese es precisamente el origen del conflicto. La identidad conformada en ese diseño arquetípico exitoso comienza entonces a luchar para confirmarse a sí misma, a defenderse de toda experiencia vincular y de destino que ponga en riesgo su continuidad.

Los vínculos y el destino tienen la riqueza de traer a nuestras vidas aquello que desconocemos que somos. Esas relaciones y esos hechos (elegidos o eventuales, placenteros o dolorosos) son activadores de potencialidades de nuestro ser que la imagen de nosotros mismos que atesoramos no es capaz de contener. Sin embargo, identificados con la personalidad arquetípica que nos ha dado seguridad, resistimos aquella oportunidad creativa, rechazamos seguir revelándonos porque creemos que ya nos hemos encontrado.

La identificación arquetípica calma la angustia de no ser. Identificarse con un arquetipo es ser “alguien”. Pero, en la comodidad de esa efectiva (e ilusoria) tranquilidad, la conciencia comienza a sentir el encierro del condicionamiento, la falta de libertad para explorar creatividad. ¿Quién soy más allá de esta imagen de mí mismo que da un sentido que narcotiza la insoportable deriva existencial? Cuando la conciencia intuye el logro de ese sosiego como prisión, lo soñado se convierte en pesadilla. Ser lo que desee comienza a generar ahogo. Emerge la evidencia del amasijo de anhelos inconscientes personales, impersonales y colectivos que configuran lo que hasta ahora creí mi autenticidad esencial.

La repetición del relato arquetípico inhibe las revelaciones de intuiciones creativas.

La identificación consciente se cristaliza en una imagen que necesita mantenerse igual a sí misma, revalidándose constantemente y no tolerando disidencias. Esa imagen personal cargada de afecto necesita defenderse de lo desconocido de sí mismo y del destino. Lo siente ajeno, una amenaza a la hegemonía de su voluntad personal. La conciencia entra en batalla con lo inconsciente bajo la forma de “torcer al destino” y “vencer a los enemigos”. La personalidad necesita que el destino la confirme. La pesadilla de la personalidad es que los hechos y los otros la contradigan.

La excitante descarga arquetípica impide recorrer la orgánica vitalidad de los procesos.

Ante las dudas existenciales, encarnar un arquetipo promueve la convincente sensación de saber qué hacer y de hacerlo ya. Bajo un aparente activo ejercicio de la voluntad, la conciencia se entrega a la intensidad de una descarga de vitalidad -reactiva y compulsiva- a la que confunde con una respuesta decidida y valiente. El hechizo de la excitación arquetípica no permite que los tiempos de una respuesta más profunda y global se desarrollen. La energía –tanto psíquica como física- no logra circular distribuyendo vitalidad por todo el sistema, sino que se concentra en un punto y estalla.

Sentirnos exitosos, repetir el modo conocido para calmarnos, y creernos vitales en la excitante descarga pulsional representan expresiones de un patrón psicológico humano de una universalidad tal que permite aplicarlo a la sexualidad y a la política tanto como al viaje de la conciencia.

Hay vida más allá de las vivencias arquetípicas particulares que experimenta nuestra personalidad. Y esa vida pugna por hacerse evidente a la conciencia. Es la combustión del alma.

 El alma vive con las valijas hechas.

El alma muda de los espacios de identidad que habita.

El alma siempre está en casa viajando.

El alma anima al yo y nunca se queda en él.

El alma ama la personalidad y es libre de ella.

La personalidad necesita simplificar la percepción, polarizarse en extremos antagónicos.

El alma abre la percepción a lo complejo, a descubrirse partícipe de una incesante y creativa dinámica de polaridad.

La personalidad percibe un mundo externo, ajeno y peligroso, al que intenta conquistar para asegurarse que su voluntad sea imperio. Convoca a la conciencia a controlar lo que percibe.

El alma deja en evidencia que soy lo que percibo, delata que el mundo percibido no está disociado de lo que soy. Invita a la conciencia a incluirse en lo que percibe.

La personalidad presiona para fijar su interpretación del desbordante misterio de la vida y así defenderse de su imprevisibilidad. Los miedos personales transforman a la estructura psíquica en una rígida coraza protectiva, y pierde así su condición de flexible y mutante vehículo del alma.

La dinámica de la conciencia es esa relación entre identidad y destino. Es la relación entre la personalidad y el alma. La personalidad es necesariamente arquetípica. Es un refugio frente al vacío existencial. Necesitamos generar personalidades y desarrollarnos en ellas. Nuestra personalidad se configura en la sustancia psíquica que la matriz de arquetipos del inconsciente colectivo pone a disposición de la conciencia. Esa personalidad con la que nos identificamos nos otorga la seguridad de creer quienes somos (o quienes deberíamos ser) y nos permite ser ejecutivos frente a los desafíos de la existencia concreta. Sin embargo, en algún momento lo sentiremos insuficiente. El destino es la crisis de la personalidad. Se hará manifiesto a la conciencia que eso que creemos ser (y que acaso exitosamente desplegamos en el mundo) es un molde, un programa, una prefiguración arquetípica. Allí surge la angustia de una nueva oportunidad creativa. No de trascender la dimensión arquetípica, sino de pasar a un nuevo nivel del juego de imágenes, más rico y más complejo. El alma siempre se sale con la suya.

No tiene ningún sentido pretender salirse del juego arquetípico. Todo lo que percibimos aparece representado a nuestra conciencia. Y toda representación es arquetípica. No inventamos ni creamos imágenes, sino que las activamos en nuestro inconsciente compartido con toda la humanidad, infinita y eternamente. Pero sí es cierto que agotamos capas arquetípicas, que desalojamos hechizos groseros para abordar otros más sutiles, menos condicionados por nuestros deseos, menos autorreferentes.

La personalidad necesita sentirse importante, exclusiva y mejor. El alma representa una dirección que nos atrae hacia reconocernos funcionales a propósitos universales, incluyentemente compasivos y no comparativos. El alma nos recuerda que no somos importantes, no somos exclusivos y no somos mejores. El alma nos reúne.

Lo que aturde.

Lo que llena de palabras.

Lo ruidoso.

Lo que habla a los gritos.

Lo que calma.

Lo que permanece vacío.

Lo silencioso.

Lo que susurra al oído.

En Alejandro Lodi, Astrología

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